lunes

absurdouno



me despierto, te busco y no te encuentro,
volteo buscando el hueco vacío en la almohada,
luego entonces me doy cuenta que
jamás has estado.

martes

la oración





Hace seis días completitos, con todititas sus noches, que saliste huyendo del Vallecillo a lomo del apaloosa. Hoy es la séptima noche.

Ya no podías componerlo. Tuviste que dispararle al güero Rascón y a todas sus maldiciones. ¡Cómo jijos de la rechingada se atrevió a reclamarte lo de Casas Grandes! Esos asuntos son de la jornada, ¡de hombres! y se quedan en el camino. Claro, el sotol y que’l cabrón te haya ido ganando en los naipes tampoco le ayudó. Ni modo, ya tendrás que arreglártelas con el Redentor.

Hoy, seis noches después y un mundo de diferencia. Ya mataste al apaloosa, lo corriste por tres días con todititas sus horas. Cayó echando espuma y sangre por el hocico, unas ocho leguas antes de llegar a Las Juntas. Allí cambiaste la montura, aquella que tanto querías, por un tordillo quemado, a ése lo reventaste justo al bajar la sierra, llegando a Zaragocita.

Lo único que te quedaba era el treinta-treinta que te regaló tu abuelo y ni modo, a cambiarlo por el bayo que acabas de enterrar anoche en el llano de Los Alacranes. Con la del bayo, ya son cuatro las almas que debes. Se me hace que te van a salir más caras las almas de los cuacos que la de Rascón, ésos ni culpa tenían.

Ahora estas arrebujado, escondido en el hueco que hiciste en el suelo arenoso y frío de un arroyuelo muerto. Cubierto hasta los sobacos, el pescuezo y las orejas, con ramas de pirul, mezquite, huisache y gobernadora. Sientes que ahora sí te cargó toditita la chingada. Sientes que ahora sí las veredas se han terminado de cerrar. Oyes a los hombres de la cordada, cada vez más cerca, maldiciendo tu nombre y el de toda tu descendencia. No has probado bocado desde ayer al atardecer, cuando a tiemblas y tosidos te tragaste el último puño de pinole que te quedaba en la alforja, con un trago de agua hedionda de aquel charco donde quedó reventado el bayo.

Si los soldados no te matan, te matará la sierra, con su hambre y con su frío.

Ya no tienes pa’donde hacerte. Estás enterrado en un pinche arroyo seco, en medio de ninguna parte, tapado hasta las orejas, hambriento y despedazado. Y los sardos, cada vez más cerca. Te sangra la entrepierna, la piel maloliente y pegada a la horcajadura. Las rodillas saltadas, falseadas, despostilladas. Las corvas con los huesos expuestos y las posaderas húmedas, sanguinolentas. Te duele hasta el pensamiento.

Retumban las pisadas de los cuacos y las mulas del pelotón, se mezclan y las confundes con los latidos de tu corazón y con el llanto ahogado de tu desesperanza.

Perros, gritos, maldiciones, pasos, tumbos que se agigantan.
Ahora si te cargó todita la rechingada.

Como puedes, en tu hoyo, y aguantando la respiración, tuerces el cuerpo sin despegarlo del suelo. Deslizas los brazos entre la arena y el pecho buscando el escapulario. Lo sientes hundido entre las costillas y con fuerzas que sacas, de no sé dónde, lo jalas hasta tu pecho. Sientes la sangre brotar de tus falanges. Estás maniatado con el peso propio de tu cuerpo, sin casi poder moverte. Pero no importa ya, porque tienes el Redentor en tus manos: repegadito a tu pecho.

Muy apenas, te escuchas sisear...
-erdap ortseun euq sátse ne le oleic...
Las palabras salen apenas, del fondo de tu garganta...
-odacifitnas aes ut erbmon...

Lloras todas las palabras...
-sonagnev ne ut oneir...

Las sangras una a una...
-esagáh roñes ut datnulov...
íuqa ne al arreit omoc ne le oleic…

Sientes las teguas de los soldados remolerte las costillas…
-sonad yoh ortseun nap ed adac aíd...

Y de repente ya no te duele.
-anodrep sartseun sasnefo...

Los hierros de los caballos te atraviesan el lomo, como si fueras un ánima.
-omoc néibmat sortoson somanodrep…
a sol euq son nednefo…

No hay dolor. La cordada no te ve. Los animales te sienten y se alborotan, relinchan, ladran, bufan. Eres invisible. La oración del Redentor, así como te la enseñó tu abuelo. Todo es confusión en la tropa, las bestias asustadas, los gritos, el miedo de no saber dónde estás.

-Te dije que este cabrón era un brujo, vámonos a la chingada.

Poco a poco la noche se queda callada. Silencio. Paz. Empieza a amanecer. El viento frió te levanta. Los puños entumidos aún apretando el escapulario. Como puedes das el primer paso, luego otro... y otro más. Arrastras tu caminar todo el día, hasta bajar al desierto. Antes del anochecer de mañana divisarás las vías del tren. Como puedas, te vas a encaramar al vagón cargado de trozos del aserradero, justo al frente del cabús. Te quedarás dormido y no despertarás hasta llegar a Mexicali.

Exactamente cincuenta y seis años con diecinueve días después de aquella séptima noche, le voy a dar el escapulario a mi nieto, el mayor, y le voy a enseñar a rezar la oración del Cristo Redentor… Igual, como te la enseñó tu abuelo.