domingo

siete

Los camerinos se encuentran en el mismo privado-mingitorio-letrina. Un largo y estrecho corredor de no más de tres metros de ancho que alguna vez fue el callejón que dividía el edificio de la limpiaduría y el del bar; hoy el bar ocupa los dos inmuebles.

Todavía con la imagen del monstruo en el medio de tus omoplatos, temblando empujas las pesadas cortinas de la entrada del bar. Seis pasos hacia la barra, doce segundos más y un gran sorbo de whiskey barato que se desliza por tu garganta, sientes el pecho caliente y las plantas de los pies hundiéndose en la alfombra. Te extraes de la dimensión del desasosiego y te lanzas al espacio de la complacencia, de la gratificación, el vicio soberano de todas tus subconsciencias.

Te diriges al tocador. Desde segundo retrete casi al final del pasillo puedes ver dos sombras meneándose por debajo de la derruida puerta de madera. Movimientos acompasados junto a frases desordenadas, bañadas en transpiraciones escarlatas, cerúleas. Las pestilencias sintéticas de la quema de rocas amarillas, el mercurio explotando al calor de los desquiciados y rapados montes carnales que se restriegan entre si. El resabio de la desesperación en la baba que se vuelca alrededor de las dos bocas que se muerden, labios y lenguas que se relamen todos sus escondites, senos aplastándose, bragas bañadas en el líquido que chorrea desde el fondo de las paredes de las maltratadas vulvas.

Abres la puerta. Los cuerpos se separan y te petrifican con su mirada vidriosa. Bocas abiertas, pómulos enrojecidos, residuos de líquidos pastosos resbalando por las comisuras labiales, respiraciones entrecortadas, arrítmicas, manojos irregulares de cabellos mojados adheridos a rostros. Cuellos estampados con marcas desemejantes, azul- bermejas, en forma de corazones desnivelados. Dorsos rasgados, encenagados con la mezcolanza de sangres, sudores, secreciones.

Cierras la puerta. Acurrucas en el rincón todas tus aflicciones y esperas en silencio el ritual con toda su luciferina parafernalia.

Manos flacas, hábiles movimientos, cajón mesa, oscuro privado, papel estaño, polvo café oscuro, jeringa aguja, sangre seca, vieja cuchara retorcida, candela consumida hasta una bola de sebo deforme, cinturón negro, ácido y agua.

Enciendes la candelilla y la cuadras bajo el metal ovalado, ya hierven las medidas exactas, se uniformizan. Burbujea ante tus ojos. Lloriquea al ascender al vidrio graduado. Estás lista ahora para violar de nuevo tu cuerpo con la borrachera de tu sub-realidad. Aseguras y aprietas el cinto sobre tu antebrazo izquierdo. El flujo disminuye. Tus venas expanden, despiertan. La aguja penetra silenciosa tu vena mayor. Se detiene. El embolo retrocede y ves tu sangre revolotear dentro del pálido cristal. Una curiosa danza exasperada donde nacen formas diminutas de colores difusos. El embolo avanza e inyecta el resto a tu torrente.

Uno y medio segundos y ya violan tu masa encefálica, ya digieren tus receptores y recorren tu alma desde el núcleo hasta la corteza.

Viene entonces la conciliación con la naturaleza misma, vives y tus dolores flotan; se elevan y se cuelan por entre las rendijas de las láminas oxidadas de la azotea. Lo último que alcanzas a ver, antes de escurrirte hacia tu firmamento. Es una lengua gigantesca que se incrusta en tu boca, baja por tu garganta y sacuden las paredes internas de todos tus intestinos.

Es apenas martes, el miércoles te alcanzará tu asesino.