lunes

cinco

Todavía no lo conoces, pero él te va matar el miércoles en la madrugada.

Su gordo cuerpo se desliza por la avenida, incrustado en el asiento de su intocable vehículo-oficial-negro. Con la mano izquierda sostiene el volante y con la uña larga del meñique derecho inhala la fracción de un medio cuarto de coca al ritmo de los tambores de Inagadavida. Siente un hormigueo en la entrepierna y una insignificante erección.

Viernes, nueve de la noche.

Avanza rumbo al norte, llega a la segunda luz, vira hacia abajo rumbo al río, avanza media cuadra y entra al estacionamiento del banco, al ir subiendo por la estrecha vía puede ver claramente los sonidos de los tambores rebotar y resbalar por el caracoleo ascender. Llega hasta el tercer nivel. Estaciona justo al lado de una guayina verde limón. Abre la portezuela, apea el lado izquierdo de su pesado cuerpo, voltea a ver al guardia del estacionamiento al tiempo que se faja la escuadra plateada con cacha de hueso, en medio del final de la espalda.

Se dirige a las escaleras. Se detiene un instante al borde del primer escalón. Observa una pequeña mancha de lodo en la punta de la bota derecha. Se sostiene del barandal y talla la punta contra la tela del pantalón. Se endereza, se pasa la mano derecha por la frente. Acomoda un par de cabellos rojicanos que se habían prensado contra la sien, formando un ying-yang imperfecto. Saca un Camel sin filtro del bolsillo de la camisa negra, lo coloca entre sus resecos labios, mordisquea la punta y escupe unos cuantos tabacos. Con los dedos regordetes-sudorosos le redondea la punta y lo coloca de nuevo en la boca. Lo enciende y aspira hasta consumir un irregular medio centímetro de la punta. Jugueteando con el humo, la boca y la lengua, exhala un halo perfecto que se queda flotando en medio del descanso del segundo nivel.

Sale a la calle segunda, camina rumbo a la avenida, veintiún pasos y ya pasa por la panadería. Con la pierna derecha y con fuerza, patea el bulto que se acurruca en lo oscuro contra la cortina de acero de la tienda de curiosidades; creció golpeando y se va a morir golpeando. Su cínica risotada ahoga el gemido que sale de entre los cartones-plásticos-periódicos-cobertores raídos, malolientes.

Catorce pasos más y atraviesa la avenida, dentro de su regordeta garganta saborea un espeso gargajo y lo escupe al zapato del enganchador mas joven de un grupo de tres que buscan convencerlo que entre a la función erótica que va iniciando en el F-Zoo. Los tres le abren el paso en silencio, presienten a donde se dirige.

No es carne vieja lo que su odiosa mirada busca esta noche.

Llega a la esquina, la puerta del bar está abierta. Entra, se detiene por veintiocho segundos para acostumbrarse a la oscuridad y se dirige al final de la barra. Se acomoda en el rincón desde donde tiene una panorámica perfecta de todo el bar, la entrada principal y el acceso al baño de las mujeres. Aspira profundamente a través de las boludas nostrilas y saborea el olor picante de los orines mezclados con restos de óvulos errantes, aceite de pino, cloro y esperma seco. La bartender, sin preguntar le coloca un whiskey rojo en las rocas sobre una servilleta roja y se aleja. Tu asesino enciende otro Camel. Ahora el halo perfecto flota y brilla rojo sobre la entrada a los mingitorios.

Espera y observa.

A las nueve con veintinueve de la noche aparece una mujer flaca con una pañoleta roja atada en la cabeza. Se dirige hasta el rincón de la barra y recoge las llaves del auto de tu asesino sin dirigirle una sola palabra.

Todo sincronizado, como una orquesta surreal con músicos salidos de algún poema de Bukowski.

Dieciocho minutos después y otro whiskey rojo, aparece de nuevo la dama esquelética, y sin dirigirle la mirada a tu asesino le regresa las llaves del auto. Este se levanta, avienta un puñado de dólares sobre la barra, se dirige a la avenida. Se detiene por veintiocho segundos para acostumbrarse a las luces de neón de la avenida y se dirige al aparcadero, arrastra la gordura de su cuerpo por las escaleras blancas, se detiene en el segundo nivel a tomar aire. Llega al tercer nivel casi sin aire en los pulmones.

El espacio junto a la guayina verde limón esta vacío.

-¡ Hijos de su soberana puta!

Sus pensamientos le duelen al estrellarse contra las sienes. Un milimétrico-filoso-trozo del último molar derecho se quiebra ante la presión de las cuadradas mandíbulas de tu asesino. La ira le expande la rabia desde el fondo de la corteza cerebélica y le revuelve las curvas de los intestinos.

Dos horas con cuarenta y tres minutos después, dos desvelados paramédicos de la cruz roja bajan diecisiete metros al fondo de un barranco. Con dificultad abren la cajuela del auto robado de tu asesino y descubren los cuerpos inertes- amordazados-callados- silenciados-rasgados-despojados de toda inocente luminosidad, desbaratados trozos de sonrisas y miradas olvidadas, huesos y tendones sin lógica anatómica.

Fotografía dantesca de pasajes bíblicos que en escenas anti-cristiánicas, vomitan injusticia divina.

Brittany Garza, siete años.

Pebbles Romo, diez años.

Arrebatadas hace ya treinta y siete días del barrio de Chacarita; de un caserío de inmigrantes nicas pegado al rincón más negro y apestoso del estero.

Siete mil setecientos veintinueve kilómetros al sur-sur-sureste.

Una rara transacción fallida en la cadena de suministros globalizádicos del monstruo pedófilo-pentacéfalo del nor-noreste.

cuatro

No notaste la mirada que te seguía desde el callejón.

Una sombra arrebujada en un rincón del techo de la limpiaduría, abre los ojos al oír el metal de las rejas de la vecindad. Retuerce su cuerpo escuálido, correoso, formado por pedazos flacos de carne seca, sostenidos por poderosos tendones sobre huesos largos que saltan en cada unión. Predador perfecto con los músculos tensados, sin gramo de grasa, nosferato vil con enorme y deforme nariz, tapizada de miles de sensoriales raíces que puede oler la sangre melosa que apenas se está despegando de las paredes internas de tu maltratado útero.
Rapáz hiena, ágil silueta oscura, un millón de maldiciones acumuladas en toda su pálida piel.

Desde la cornisa, asoma y dirige la mirada de cazador furtivo, impecable, hasta el pequeño lunar que nace en la base de tu cuello, justo bajo el lóbulo izquierdo, recorre y disfruta todos sus detalles, cuenta uno a uno todos los vellos de su alrededor, observa con curiosidad un singular vello arqueado que parece nacer del centro de la pequeña areola pigmentosa; su torcida mente lo saborea y siente un oleaje espeso de saliva verdosa nacer de entre sus fétidos molares y bajar a su voluminosa laringe. Al tragarla se eleva la mantecosa gargantilla de piel, con la negra cruz invertida que le aprieta el pescuezo.

Un salto sobre-mortal como de nefando saurio que atraviesa, trans-dimensiona la realidad y en un nano-instante está olisqueando ya la base tu cuello, sintiendo tu vellosidad rozar su húmedo hocico, intenta acercar los labios a tu piel y en ese momento aceleras el paso y el engendro infrahumano solo alcanza a sisear en tu oído un par de sílabas incoherentes.

El esperpento transluciente languidece entre las luces rojas que rebotan en el pavimento y regresa de nuevo a tu hipotálamo, de donde nunca debió escapar.

Paramnético déjà vu, déjà senti...

...recoges tu bolso del suelo y continúas tu camino al bar. Al ir entrando volteas hacia arriba y ves una a una las letras rojas luminosas...

dos

-¿A quien le importa que hoy cumplo méndigos veintitrés años? - Piensas al voltear a ver la hora que parpadea digitálica sobre el cajón de leche que hace las veces de buró, e ilumina palpitante la pálida estampa de San Judas Tadeo. Hora de empezar otra jornada de sobrevivencia, de buscar la manera de seguir engañando a tu alma y a todas tus generaciones. Te duelen todos los huesos con sus resquebrajaduras, te enderezas y te sientas en el borde de lo que queda del colchón, escuálido montón de alambres y resortes con restos de una cubierta que algún día lucía brillante, floreada.

A un lado del San Judas, la concha de abulón atestada de restos de cigarrillos aplastados, deformes. Con historias derretidas entre su nicotina. Y más atrás, recargada a la pared, la foto de Lucía con su vestido blanco de comunión y abrazada por tu madre. Las dos con ojos de melancolía, contándote todas las historias que te cuentan todos amaneceres cuando te despides de ellas antes de desvanecerte en tu cotidiana inconsciencia. Las dos Lucías que llevas tatuadas en el corazón.

Abres tu bolso y lo vacías sobre el colchón. Un billete de cinco dólares roto de una esquina, otro de a veinte rayado en tinta roja con el número 666999 y dos de a dólar hechos bola, unas cuantas monedas, dos condones, el tarjetón de la clínica, un labial carmesí, rímel, polvera, un encendedor de plástico transparente, un chicle de la flecha partido a la mitad y cuatro cigarrillos aplastados.

Enciendes uno de los cigarrillos y aspiras profundamente la primera bocanada, sientes como si una inyección de adrenalina te sacudiera las sienes. Estás lista para iniciar la rutina de todas las noches.

Ahora a limpiar la última historia, la de ayer. Un baño que borre todos los olores-sabores-recuerdos de anoche. No hay pecado que el agua caliente-hirviendo, el vapor y bastante espuma de jabón de olivo no limpie. Restriegas, como queriendo borrar los rastros de las transgresiones a tus barreras hétero-químicas-núcleos-expuestos todos los rincones de tus despellejadas paredes. Como queriendo desaparecer las marcas de aguja entre los dedos de los pies, los tatuajes que te recuerdan cada día cuan frágil existes, cuanta ayuda necesitas de todos los santos. Tallas fuerte hasta enrojecer la piel con un viejo estropajo que cada día está más ralo-decrépito-desvencijado. Estos trece minutos con diecinueve segundos bajo el agua cálida de la regadera son los únicos momentos íntimos-personales-tuyos, que disfrutas en conciencia todas las noches.

Después, a pintar lo limpiado. Te vistes descubriéndote frente al espejo, tus costillas saltan y forman unas tímidas medias-lunas-paréntesis-transversos, las observas detenidamente y se te vienen a la mente los alambrones de tu colchón. Pasas tus dedos por entre los cabellos húmedos, recorres el borde inferior de tus párpados, observando el verde del iris de tu mirada. Una suave curva y dibujas tus labios con el índice y el cordial, la barbilla, el cuello y bajas por el esternón contando tres huesos después de la clavícula para sentir tus pechos-pequeños-curiosos. Recorres sus obscuras areolas y bajas y hundes el dedo meñique en el ombligo, sientes una pequeña cosquilla. La palma de tu mano palpa el grueso-crecer de los vellos de tu cañada-pubis al aspirar profundamente y sentir la humedad natural de tus pasiones extraviadas. Ya enterradas-enclaustradas en el fondo de tus recuerdos. Te esfuerzas por lucir bella-hermosa y te convences, eres la beldad del bar infierno de las marionetas. Estás lista para robarle una noche más al imperio de los túneles-cavernas-socavones-grutas.


Luego viene la oración,
enciendes la veladora y oras, como todas las noches antes de salir:
– “Apóstol gloriosísimo de nuestro señor Jesucristo, aclamado por tus servidores con el dulce título de abogado de los casos desesperados, pide por mi para aliviar la gravísima necesidad en que estoy, tu que eres el primo hermano de nuestro señor Jesucristo, glorioso apóstol san judas Tadeo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amen” –

Atrancas la puerta por fuera y escondes la llave en el macetero. Te asomas por el barandal y ves al vecindario completo, y al del lado y al de más allá, cobran vida todos los de la cuadra, te detienes un momento a escuchar sus sonidos, ver el ritmo de sus luces, sentir su citoplásmica respiración...

...conversaciones cortadas, estrobóticos tonos azules, gritos-chavales, orgásmicos-rituales, risas-calles, cuerpos-talles, pasos-cantos, humo que flota en las esquinas, miradas predadoras que acechan desde la altura del techo de las vecindades, oraciones que no acaban de completarse, el siniestro ecosistema de la colonia de los aciagos advenedizos...

-Cuídese mi Karla, que Juditas me la acompañe- escuchas a doña Minga al tiempo que te toca la frente con la señal de la cruz entre las falanges-reumáticas-torcidas-dolorosas, el blindaje que buscas todos los anocheceres para librar los ataques sinuosos-disfrazados del amo de los callejones sombras-obscuros-tinieblas.

Minga cierra la puerta de metal. Ahora estás sola de frente al callejón y a veinte metros de las luces de la avenida. Apresuras el paso, el eco del golpeteo de tus tacones rebota contra las grafiteadas paredes de la limpiaduría y te despierta el hipotálamo, la segunda oleada de adrenalina de la noche inunda tus endoplásmicos ribosomas y te lanza a la conquista de la obscuridad. Libraste a los demonios del callejón, creces tu estatura, eres dueña del resto de tu jornada.

Justo al llegar a la esquina y al doblar hacia arriba, sientes en tu oreja izquierda un helado susurro, una especie de soplo gargantuoso que hace que los vellos de la base de tu cuello se paralicen y te congelen los pensamientos. Dos metros más y estarás a salvo, estiras los brazos y te aferras a la espalda de quien sea, alguien vivo con sangre caliente que asosiegue todos tus demonios internos. Gritas con todo el miedo que te sale del centro de tu pecho, pero no te escuchas, solo alcanzas a balbucear unas cuantas silabas disonantes.
El hombre voltea molesto-extrañado-sorprendido y a punto de lanzarte un cúmulo de improperios; al ver el pánico que asoma en tus ojos solo atina a hacer la señal de la cruz, santiguarse amén.
- Dios te salve maría, que nuestro señor Jesucristo se apiade de tu alma...

Recoges tu bolso del suelo y continúas tu camino al bar. Al ir entrando volteas hacia arriba y ves una a una las letras rojas luminosas,

B-A-R
I-N-F-I-E-R-N-O

tres

Archivo número doce cincuenta y cuatro, nueve guión cero treinta y seis.
La historia de tu vida, números clasificar lo que queda de tu muerte.

Nombre del difunto: Karla N.
En realidad nadie por acá conoce tu nombre verdadero, cuando llegaste adoptaste la identidad de un pasaporte local que cambiaste por veintitrés minutos de un rápido-acostón-sexo-sin-palabras. La fotografía en el pasaporte no se parecía nada a ti y sin embargo al tenerlo en tus manos te convertiste en Karla Guadalupe Resendiz Marquez.

Sexo: Femenino.
Tu padre siempre quiso un varón y cuando maltrataba a tu madre le reclamaba tu existencia, culpable siempre de haber nacido desde el principio.

Raza/Nacionalidad: mexicana.
De todos los tijuanas-culichi-mazatleca-cachanilla-paceña-mexicana.

Edad: Entre los treinta y los treinta y cinco años de edad.
Acabas de cumplir los veintitrés y tu cuerpo se adelantó a tu biología, tus senos perdieron el contorno, por tu rostro se evaporaron todas tus inquietudes, todos tus sueños; y como una hoja de abedul en el otoño tu árida piel perdió su brillo, avejentó siete años en catorce meses.

Fecha de defunción: Diciembre 23 a las 3:45 A.M.
El día después de tu cumpleaños.

Lugar de la defunción: Avenida Coahuila 1649.
Justo al lado del puesto de tacos del Romualdo, enfrente de la entrada del bar Infierno. Un perro flaco-pulgoso-roñoso lame restos de tu cerebelo de entre las hendiduras del concreto de la banqueta.

Examen post-mortem: Cadáver del sexo femenino, piel morena clara...
Tu hija Lucía heredó el color de tu piel canela.

...sujeto presenta señales de malnutrición temprana...
Comías como por inercia, si alguien te acercaba un par de tacos, o Minga te llevaba recalentado pozole, o Susano tu vecina un trozo pastel de queso que preparaba cada semana. De otra manera matabas el hambre con alcohol, nicotina y crack.

Estatura: hasta la parte superior de lo que se recuperó del cráneo es de 1.62 m... Peso: 32.352 kilos. Rigor mortis: completamente desarrollado... Livor mortis: rojo-azuloso en presentación, no cambia color bajo presión manual... Uñas cianóticas... Extremo traumatismo craneoencefálico... Exposición de masa cerebral... Fracturas faciales múltiples...

Lo que queda de tu cuerpo yace en la plancha numero dos.

Hicieron una incisión profunda justo debajo de los senos subiendo hacia las axilas en forma de una gran U y despegaron toda la piel-carne-grasa de las costillas y como hábiles carniceros lo levantaron, como si fuera un pedazo de manta-cobija-tapete y te cubrieron el rostro con todo tu mismo pecho.

Un bisturí en manos apresuradas abrió abdomen y extrajo todos tus órganos, alguien comentó acerca del tamaño de tu hígado. Enseguida con unas pinzas-tijeras podaron-cortaron una a una todas las costillas a ambos lados de tu cuerpo, y levantaron tu tórax para sacar el corazón y los pulmones, pecho abierto como díptero ominoso; donde vivía tu corazón ahora está vacío y luce como gruta rasgada a tirones violada, mutilada.

A un lado, dentro de una bandeja de acero: irónico, tus órganos vitales escurriendo sangre negra y hiel.

El conserje, que lleva ya trabajando doce años en el semefo, persigna tu cuerpo desde el aire.

- Dios acompañe a tu alma niña –

Le viene a la mente la mayor de sus dos hijas quien ya va a cumplir veintidós y acaba de tener a su tercer nieto.

Apaga la luz de la sala, cierra la puerta y deja lo que queda de tu cuerpo de nuevo en la oscuridad total.