lunes

dos

-¿A quien le importa que hoy cumplo méndigos veintitrés años? - Piensas al voltear a ver la hora que parpadea digitálica sobre el cajón de leche que hace las veces de buró, e ilumina palpitante la pálida estampa de San Judas Tadeo. Hora de empezar otra jornada de sobrevivencia, de buscar la manera de seguir engañando a tu alma y a todas tus generaciones. Te duelen todos los huesos con sus resquebrajaduras, te enderezas y te sientas en el borde de lo que queda del colchón, escuálido montón de alambres y resortes con restos de una cubierta que algún día lucía brillante, floreada.

A un lado del San Judas, la concha de abulón atestada de restos de cigarrillos aplastados, deformes. Con historias derretidas entre su nicotina. Y más atrás, recargada a la pared, la foto de Lucía con su vestido blanco de comunión y abrazada por tu madre. Las dos con ojos de melancolía, contándote todas las historias que te cuentan todos amaneceres cuando te despides de ellas antes de desvanecerte en tu cotidiana inconsciencia. Las dos Lucías que llevas tatuadas en el corazón.

Abres tu bolso y lo vacías sobre el colchón. Un billete de cinco dólares roto de una esquina, otro de a veinte rayado en tinta roja con el número 666999 y dos de a dólar hechos bola, unas cuantas monedas, dos condones, el tarjetón de la clínica, un labial carmesí, rímel, polvera, un encendedor de plástico transparente, un chicle de la flecha partido a la mitad y cuatro cigarrillos aplastados.

Enciendes uno de los cigarrillos y aspiras profundamente la primera bocanada, sientes como si una inyección de adrenalina te sacudiera las sienes. Estás lista para iniciar la rutina de todas las noches.

Ahora a limpiar la última historia, la de ayer. Un baño que borre todos los olores-sabores-recuerdos de anoche. No hay pecado que el agua caliente-hirviendo, el vapor y bastante espuma de jabón de olivo no limpie. Restriegas, como queriendo borrar los rastros de las transgresiones a tus barreras hétero-químicas-núcleos-expuestos todos los rincones de tus despellejadas paredes. Como queriendo desaparecer las marcas de aguja entre los dedos de los pies, los tatuajes que te recuerdan cada día cuan frágil existes, cuanta ayuda necesitas de todos los santos. Tallas fuerte hasta enrojecer la piel con un viejo estropajo que cada día está más ralo-decrépito-desvencijado. Estos trece minutos con diecinueve segundos bajo el agua cálida de la regadera son los únicos momentos íntimos-personales-tuyos, que disfrutas en conciencia todas las noches.

Después, a pintar lo limpiado. Te vistes descubriéndote frente al espejo, tus costillas saltan y forman unas tímidas medias-lunas-paréntesis-transversos, las observas detenidamente y se te vienen a la mente los alambrones de tu colchón. Pasas tus dedos por entre los cabellos húmedos, recorres el borde inferior de tus párpados, observando el verde del iris de tu mirada. Una suave curva y dibujas tus labios con el índice y el cordial, la barbilla, el cuello y bajas por el esternón contando tres huesos después de la clavícula para sentir tus pechos-pequeños-curiosos. Recorres sus obscuras areolas y bajas y hundes el dedo meñique en el ombligo, sientes una pequeña cosquilla. La palma de tu mano palpa el grueso-crecer de los vellos de tu cañada-pubis al aspirar profundamente y sentir la humedad natural de tus pasiones extraviadas. Ya enterradas-enclaustradas en el fondo de tus recuerdos. Te esfuerzas por lucir bella-hermosa y te convences, eres la beldad del bar infierno de las marionetas. Estás lista para robarle una noche más al imperio de los túneles-cavernas-socavones-grutas.


Luego viene la oración,
enciendes la veladora y oras, como todas las noches antes de salir:
– “Apóstol gloriosísimo de nuestro señor Jesucristo, aclamado por tus servidores con el dulce título de abogado de los casos desesperados, pide por mi para aliviar la gravísima necesidad en que estoy, tu que eres el primo hermano de nuestro señor Jesucristo, glorioso apóstol san judas Tadeo en el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amen” –

Atrancas la puerta por fuera y escondes la llave en el macetero. Te asomas por el barandal y ves al vecindario completo, y al del lado y al de más allá, cobran vida todos los de la cuadra, te detienes un momento a escuchar sus sonidos, ver el ritmo de sus luces, sentir su citoplásmica respiración...

...conversaciones cortadas, estrobóticos tonos azules, gritos-chavales, orgásmicos-rituales, risas-calles, cuerpos-talles, pasos-cantos, humo que flota en las esquinas, miradas predadoras que acechan desde la altura del techo de las vecindades, oraciones que no acaban de completarse, el siniestro ecosistema de la colonia de los aciagos advenedizos...

-Cuídese mi Karla, que Juditas me la acompañe- escuchas a doña Minga al tiempo que te toca la frente con la señal de la cruz entre las falanges-reumáticas-torcidas-dolorosas, el blindaje que buscas todos los anocheceres para librar los ataques sinuosos-disfrazados del amo de los callejones sombras-obscuros-tinieblas.

Minga cierra la puerta de metal. Ahora estás sola de frente al callejón y a veinte metros de las luces de la avenida. Apresuras el paso, el eco del golpeteo de tus tacones rebota contra las grafiteadas paredes de la limpiaduría y te despierta el hipotálamo, la segunda oleada de adrenalina de la noche inunda tus endoplásmicos ribosomas y te lanza a la conquista de la obscuridad. Libraste a los demonios del callejón, creces tu estatura, eres dueña del resto de tu jornada.

Justo al llegar a la esquina y al doblar hacia arriba, sientes en tu oreja izquierda un helado susurro, una especie de soplo gargantuoso que hace que los vellos de la base de tu cuello se paralicen y te congelen los pensamientos. Dos metros más y estarás a salvo, estiras los brazos y te aferras a la espalda de quien sea, alguien vivo con sangre caliente que asosiegue todos tus demonios internos. Gritas con todo el miedo que te sale del centro de tu pecho, pero no te escuchas, solo alcanzas a balbucear unas cuantas silabas disonantes.
El hombre voltea molesto-extrañado-sorprendido y a punto de lanzarte un cúmulo de improperios; al ver el pánico que asoma en tus ojos solo atina a hacer la señal de la cruz, santiguarse amén.
- Dios te salve maría, que nuestro señor Jesucristo se apiade de tu alma...

Recoges tu bolso del suelo y continúas tu camino al bar. Al ir entrando volteas hacia arriba y ves una a una las letras rojas luminosas,

B-A-R
I-N-F-I-E-R-N-O

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